Comentario
En realidad, de la vida de Luis de Morales sabemos algunas cosas. En 1550 había casado con Leonor de Chaves, hermana de Hernando Becerra de Moscoso, un regidor de Badajoz; ello bastaría para situar al pintor entre la elite de la artesanía y la sociedad burguesa de la ciudad extremeña. Tuvieron dos varones, que entraron en el taller paterno, y tres hijas, una de ellas que entraría en el claustro -más por vocación que por necesidades económicas- como monja jerónima.
De la vida artística de el de Badajoz sólo sabemos con certidumbre que en 1549-1550 hacía solamente diez años desde que se había instalado en la ciudad extremeña que unía Andalucía y el reino de Portugal, teniendo abierto un taller en el que ya había trabajado el oficial de Zafra, Hernando de Madrid, y colaboraba entonces Estacio de Bruselas; tendríamos que concluir que, dada la más probable fecha de su nacimiento, Morales había realizado su aprendizaje como pintor en Sevilla a lo largo de los años treinta, para mudarse a Extremadura, ya como maestro, para abrir su taller en la citada fecha.
El dato de su mudanza a Badajoz se desprende de las declaraciones de diversos testigos que intervinieron en el pleito incoado por el propio pintor Estacio de Bruselas, vecino de Llerena y ahora rival de Morales, en la contratación de un retablo para la villa pacense de la Puebla de la Calzada; al final se repartiría salomónicamente la obra, las tablas figuradas para Morales y la pintura y dorado de la mazonería para Estacio.
En esta documentación, sin embargo, se encuentran otros datos más interesantes -y menos citados por justificar una contrafigura- para configurar las directrices del quehacer del pintor pacense. Por una parte, se nos indica que se tenía a Morales como un artista que pintaba menos al natural que Estado; por otra, se nos concentran las obras realizadas hasta la fecha por Luis, empezando por las obras para instituciones civiles y religiosas, como sus retablos para el Hospital de San Andrés de Badajoz, el monasterio de Alconchel y las parroquias de Villanueva de Barcarrota y Villar del Rey, todos ellos trabajos locales. A ellos habría que sumar sus trabajos artesanales para la catedral de Badajoz, o de cuadros como el fechado en 1546 y tenido como procedente de la ermita de la Concepción o del citado hospital, de los que nos dan noticia otras fuentes documentales.
Merece la pena detallar también los nombres y títulos de los clientes de carácter privado que había tenido hasta la fecha Morales, a tenor de las declaraciones de los testigos del pleito, para los que había ejecutado tablas representando, por ejemplo, temas como los de la Oración en el huerto o San Jerónimo: el prior de la Orden de San Juan Antonio de Zúñiga, el IV conde de Feria Pedro Suárez de Figueroa, y su tío don García de Toledo, el obispo de Plasencia Gutierre de Carvajal y Vargas, el marqués de Tarifa y I Duque de Alcalá Perafán de Ribera, y el monasterio sevillano de las Cuevas que se encontraba bajo su patronato, el conde de Oropesa, el duque de Alburquerque Alonso de la Cueva y Benavides (primo del obispo de Badajoz Francisco de Navarra), los inquisidores de Toledo y León (Cristóbal de Mesa), don Fadrique de Zúñiga, don Alonso Martínez (provisor del obispo de Navarra a la espera de su llegada a la sede pacense), el duque de Braganza y el rey de Portugal don Juan III el Piadoso. La lista impresiona para un pintor al que sólo se le ha supuesto una clientela local, casi más rural que urbana en condición social y gustos artísticos.
Sin embargo, más impresiona esta relación de personalidades si la comparamos con las obras documentadas por otros medios, pinturas artesanales para la catedral o las mediocres tablas de retablos como los del Hospital de San Andrés o la casa fuerte cacereña de Higuerjuelas de Arriba (hacia 1550), vincula su arte con el practicado en Sevilla en la cuarta y quinta décadas de la centuria, con los tipos del alemán -afincado en Córdoba y Sevilla, desde 1496 hasta 1546- Alejo Fernández (culones, de grandes piernas y troncos pequeños), las composiciones apiñadas y faltas de espacio de las primeras obras del flamenco de Bruselas Pedro de Campaña (Peeter van Keempener, 1503-1587; en Sevilla entre 1537 a 1562), los fondos en los que pueden acumularse mínimas edificaciones tomadas de estampas a la manera del holandés de Zierikzee Hernando de Esturmio (Ferdinand Storm, hacia 1510-1556, llegado a Sevilla en 1537).
De igual forma, su formación sevillana en la cuarta década de la centuria no habría conllevado solamente su aprendizaje como artista de la pintura -algo más joven que Luis de Vargas (1506-1567), al que pudo haber conocido tras su regreso de Italia en 1534, y algo mayor que Pedro de Villegas Marmolejo (1519-1596)- sino como persona, como practicante de una religión cristiana que habría sido matizada por sus propias inclinaciones, y las inquietudes de sus clientes y las del medio y el momento de la religiosidad hispalense que le tocara entonces vivir.
La vida religiosa sevillana de este momento estaba regida por el arzobispo y cardenal don Alonso Manrique de Lara (1523-1538), declarado erasmista y representante de la corriente espiritual más avanzada de la época; de hecho, desde 1528, la canonjía magistral de la catedral se había convertido en un coto cerrado para la predicación de antiguos colegiales de la universidad complutense, en la que se sucedieron figuras como Sancho de Carranza, Pedro Alejandro, el doctor Egidio (Juan Gil) y Constantino Ponce de León. También sintomático del momento fue la creación de una lectoría de sagradas escrituras a cargo del doctor Francisco de Vargas. Todavía es posible que Morales llegara a estar presente, o al menos le llegaran noticias, del radicalismo que comenzó a desarrollarse a partir de 1540, a pesar del nuevo arzobispo don García de Loaisa y Mendoza; se inició en 1540 la predicación evangélica del caballero de Lebrija don Rodrigo de Valer y, de inmediato, la del doctor Egidio, con una personal mezcla de erasmismo, perseguido iluminismo, condenables gotas luteranas y un sospechoso énfasis en la doctrina de la justificación de la fe sola, minusvalorando la importancia de las obras y la caridad. Mal terminaría esta aventura, con todas sus ramificaciones conventuales, seculares o civiles, con los sucesivos autos de fe en torno a 1560, promovidos por el arzobispo e inquisidor general don Fernando de Valdés (1546-1568).
Si no pensamos solamente en el arte del pasado como objeto de museo, sino como cultura de imágenes que poseía una función utilitaria precisa, en este caso, de mediación en las relaciones religiosas establecidas entre Dios y el hombre, hemos de concluir que tales formas estarían condicionadas por el sentido religioso de la persona o grupo que las encargara y fuera a utilizarlas para una más adecuada relación, a través de la oración y la meditación, con lo santo.
Y todavía sorprenden más tales vínculos con la elite hispalense y, en general, meridional, si pensamos en la interpretación vigente de Morales y su arte, como pintor modesto y un tanto agreste, al servicio de las exigencias de una clientela provinciana, impresionable e ingenua, que buscaría sólo el expresionismo trágico, y a la que Morales complacería con su pintura local y rural, en estrecho contacto con lo popular y simple vehículo de una piedad primaria y populista.